miércoles, abril 23, 2008

La fuerza del "¿por qué?"

Lo he comentado en más de una ocasión; me encanta pasar mucho tiempo con mis dos “socios principales” de mi consultora de innovación; los “socios” de los cuáles más aprendo: mis dos hijos de cinco y siete años. En serio. Son muchos los que recorren el mundo de congreso a congreso, de seminario a (costosas) jornadas sobre innovación… en busca de algún “gurú” que los ilumine…e ignoran el potencial de aprendizaje que tenemos cerca; muy cerca. Los mejores “maestros” de innovación son los niños.

Todo aquel que tenga la posibilidad de dialogar con un niño de cuatro años comprobará la inagotable capacidad de los pequeños para formular preguntas (¿Por qué los pájaros vuelan y las personas no? ¿Por qué sube la marea? ¿Por qué flotan los barcos si pesan mucho? ¿Por qué hace más frio en las montañas si están más cerca del sol?)

Es una etapa de la vida de los pequeños que resulta agotadora para los padres, pero resulta gratificante comprobar la curiosidad de los niños y su deseo de aprender. Y ese deseo de aprendizaje se plasma en sus continuos “¿por qué?” Y, detrás de cada pregunta, los pequeños encuentran una idea, un concepto, que para ellos es nuevo (siempre y cuando los adultos seamos capaces de dar la respuesta y tengamos paciencia para aguantar el bombardeo). En mi caso, cuando me someto al tercer grado de mis dos hijos, soy feliz porque soy consciente de que en ese momento están aprendiendo y sobre todo (y lo más importante) que tienen ganas de aprender.

De la misma manera me alegro cuando en una empresa alguien pregunta, “¿por qué…?”. Newton no habría descubierto la ley de la gravedad si no se hubiera preguntado por qué caen las manzanas. El inventor del Gatorade (la primera bebida isotónica que factura 5.000 millones de dólares al año) se preguntó en su día “por qué” los jugadores de fútbol americano no orinaban después de los partidos (debido a la deshidratación derivada del esfuerzo pierden cinco kilos de peso por encuentro).

Una de las lecciones más importantes de mi vida me la dio un profesor cuando tenía unos diez años. Me prohibió preguntar. Cualquier otro compañero de mi clase podía hacerlo, pero a mí me negaron ese derecho. El problema residía en que mis preguntas no gustaban al profesor porque no tenía respuestas para ellas. Todas mis preguntas comenzaban con un “¿por qué?” y aquellas para las cuáles no tenía respuesta concluían con un “!porque si!”. Me dijo que no volviera a preguntar un ¿“Por qué?”. Le pregunté “¿Por qué no podía preguntar por qué?”. Su respuesta fue: “¡porque yo lo mando!”. Y le volví a preguntar “¿Por qué?”. Y entonces me expulsó de su clase y me llevó al despacho del director. Este me dijo (ordenó) que como alumno que era me debía limitar a aprender (memorizar) las respuestas que él daba a sus propias preguntas, sin discutirlas. Todo lo yo quería aprender que se saliera de su guión, quedada fuera de juego. Aquella lección me enseñó la fuerza del “¿por qué?

El conocimiento de las personas está condicionado por las preguntas que hacemos (o dejamos de hacer). El colegio y la universidad están repletos de respuestas a preguntas que los alumnos no se hacen (y mientras no se las hagan, simplemente no escuchan esas respuestas). Los niños son máquinas de hacer preguntas pero de cosas que les interesan a ellos (no a sus padres o a sus profesores).

¿Habilidad para dar respuestas o para generar confusión?

Algunos opinan que la capacidad para dar respuestas es una de las habilidades más importantes de un directivo. Yo quiero hablar de una habilidad mucho más importante: la habilidad para generar confusión.

Se trata de la habilidad para que las personas con las que trabajamos aprendan a hacer preguntas porque desean conocer respuestas y hacer uso de ellas. Eso es llamado por muchos innovación. Por eso el valor de una buena pregunta es infinitamente superior al de una buena respuesta.

En una sociedad caracterizada por la aceleración (de los mercados, de la economía, de nuestras vidas…) las respuestas (rápidas) parecen más importantes. Pero nuestra sociedad precisa innovación y cuando buscamos innovación las preguntas son mucho más relevantes que las respuestas (a las cuáles les otorgamos más importancia de la que realmente tienen, porque no hay verdades absolutas, no hay cosas correctas o incorrectas, vivimos rodeados de muchos matices, etc.). Además, en este mundo tan acelerado, cuando uno aprende la respuesta ésta puede que ya no tenga valor porque en algún lugar han surgido nuevas preguntas que relativizan su importancia.

La innovación implica generar nuevas y distintas respuestas pero eso solo ocurre si te haces nuevas y distintas preguntas. La organización que aprende a aprender rápidamente respuestas, aprende lo que ya está funcionando (best practices, benchmarking, etc.). Si innovar implica hacer cosas que no se han hecho antes (lo que requiere aprender a hacer las cosas de otra manera) entonces exige nuevas perspectivas y las preguntas precisamente invitan a esa nueva perspectiva.

El problema es que las respuestas dan seguridad y los interrogantes todo lo contrario. Las personas (aunque no todas) se sienten más cómodas en una organización (o con un jefe) que tiene una respuesta para todo que en una donde no existen respuestas (uno tiene que buscarlas). Pero la innovación y el aprendizaje requieren ambientes donde no haya respuestas esperando preguntas, sino preguntas que obliguen a buscar nuevas respuestas.

Los niños no se conforman con una explicación y realizan preguntas que pueden resultar incómodas. Los innovadores son así. Porque innovar y aprender exigen dudar de todo, pensar en lo absurdo, romper las reglas, no dar nada por sentado, ser inconformistas, reconocer que hay cosas que se pueden hacer mejor. En definitiva, atreverse a pensar en voz alta. ¿Por qué las cosas son así? ¿Por qué no pueden ser de otra manera?

Toda organización que quiera aprender e innovar tiene que sentirse más cómoda con las preguntas que con las respuestas. La creatividad es cuestión de responder a preguntas que nadie antes se ha planteado. Y las mejores preguntas surgen a partir de la confusión. En contra de lo que muchos piensan, el líder debe generar dudas.

Quiero terminar destacando la cara de satisfacción que ponen mis hijos cuando les doy una respuesta. Son felices porque han aprendido algo nuevo. Esa es la magia del “¿por qué?”.

miércoles, abril 02, 2008

Anime a su gente a cometer errores

Queremos que cometas errores. ¿Cuántos directivos estarían dispuestos a firmar esta máxima en sus respectivas organizaciones?
Podemos encontrar organizaciones en las que “nadie” comete “un solo error” (funcionan como “un reloj”) porque todo está hipercontrolado. También hay organizaciones en las que se cometen (muy de vez en cuando) errores y se penaliza por ello a los responsables (predicando con el ejemplo) Y por supuesto, 0rganizaciones en las que no se penalizan los errores (se considera algo natural): se dejan que la gente se equivoque.

Pero pienso que se puede ir aún más allá: no se trata únicamente de dejar que la gente se equivoque, sino de provocar el error. ¿Por qué una organización ha de ser tan “temeraria”? Porque el aprendizaje requiere errores; sin errores, no hay aprendizaje.


¿Se aprende de la experiencia? Sin duda. Cuando nos dicen algo adquirimos un conocimiento; pero éste no tiene tanta fuerza como el conocimiento que se aprende fruto de la experiencia. En el colegio me contaron donde nacen los principales ríos españoles; es más, mi obligaron a memorizarlo. Muchos años después apenas recuerdo el lugar de nacimiento de un par de ellos. Eso sí, jamás olvidaré que el Duero nace en el Pico Urbión ¿Insistió más en ello mi profesor de geografía? ¿Cayó la pregunta en el examen de fin de curso? Nada de eso. Simplemente, cuando era niño, mi padre me llevó a este punto de la encrucijada montañera que separa Soria, Burgos y La Rioja, rodeado de bosques de pino y bellas lagunas (como la Laguna Negra) de origen glaciar y tuve la oportunidad de bañarme (aún recuerdo el frio del agua) en su nacimiento. Aprendemos cuando experimentamos no cuando nos enseñan.



Se aprende de la experiencia...pero...¿de qué experiencias? Las experiencias pueden clasificarse en dos tipos: positivas (éxitos) y negativas (errores). De los éxitos no se aprende casi nada; y cuando pensamos que aprendemos probablemente estemos interpretando erróneamente los elementos que nos han llevado a el éxito. Pero generalmente cuando una triunfa no se detiene a analizar por qué a triunfado: simplemente se dedica a disfrutar de “su momento”. El verdadero aprendizaje viene de los errores.


Cuando era pequeño me madre me dijo: “no toques nunca la plancha”; yo le pregunté, “¿Por qué?; La respuesta fue, “porque quema”. El pequeño ya disponía de toda la información: el peligro, las causas, las consecuencias, la instrucción tácita de la autoridad materna… Aún así, tuve que tocar la plancha (y quemarme) para aprender la lección. Algo que nos ha sucedido a millones de niños. Porque el aprendizaje requiere error. Por supuesto, no volví a tocar la superficie plana de la plancha. Aprendí del error. Porque, como veremos más adelante, sin aprendizaje los errores son solo eso: errores.


Los errores constituyen una fuente de aprendizaje mucho más útil que los éxitos. De ahí que cuando afirmamos que “se aprende de la experiencia” no estemos del todo en lo cierto: de las experiencias positivas (los éxitos) poco (o nada) se aprende; de las experiencias negativas (de los errores) podemos extraer interesantes lecciones. De ahí que podamos afirmar que no se aprende de la experiencia, sino de la experiencia negativa (del error).


La organizaciones imbéciles


Hace años leí que una “organización inteligente” era aquella que aprendía por sí misma. En oposición a la idea desarrollé el concepto “organizaciones imbéciles”: aquellas que no aprenden (no generan conocimiento nuevo) y consecuentemente, cada día son más tontas.


Las “learning organizations” aprenden continuamente (por eso cada día son más “inteligentes”). Las “organizaciones imbéciles” no. Ahora bien, ¿cómo aprende una organización? ¿Cómo se genera nuevo conocimiento?


Las organizaciones requieren “espacios para el error”. La obsesión por el control de las personas, por los objetivos, por la eficiencia, por la productividad…lleva a muchas organizaciones a considerar a las personas máquinas (o parte de la maquinaria). Bien es cierto que así la organización “funciona como un reloj” (máxima del pensamiento mecanicista tan arraigado en nuestros tiempos) y que de esta forma no se generan errores. Pero, ¿qué sucede con una organización en la que nadie se equivoca? Que probablemente esto sea sí porque a nadie se le da la oportunidad de equivocarse. Todo está medido, explicitado, controlado, supervisado, super-supervisado… Si nadie se equivoca la cuenta de resultados a corto estará más saneada y el balance mostrará en el activo un déficit de ideas que lastrará a la organización a medio plazo.


No tenemos que dejar que la gente comenta errores; tenemos que animarles a ello. Crear las circunstancias para que la gente pruebe y sobre todo, que aprenda de los errores. Diseñar un proceso de aprendizaje que gire intencionadamente alrededor del fracaso para que a través del error se genere nuevo conocimiento y evitar así, con el aprendizaje, que ere error se vuelva a cometer de nuevo (si se comete de nuevo es porque no hubo aprendizaje y consecuentemente el sistema estaba mal concebido).La primera vez que ocurre un error puede ser por muchos motivos y se trata de sacar conclusiones al respecto. Si el mismo error se repite una segunda vez, ya no hay muchas excusas, simplemente no fuimos capaces de aprender de la primera.


Sin espacios para el error no hay conocimiento nuevo y será difícil hacer prosperar la innovación, reduciéndola a simple imitación. La mayoría de las empresas prefieren la organización por procesos (tareas repetitivas que se ejecutan millones de veces) y persiguen la minimización (o eliminación absoluta) de errores. Piensan que el aprendizaje consiste en “asimilar” las “best practices” (es decir, copiar las buenas ideas de la competencia) por un lado y en enviar a los directivos a costosos seminarios de dos jornadas en las mejores Escuelas de Negocios.


Y es que nuestra sociedad tiene miedo al error (miedo a equivocarse, miedo a hacer el ridículo, miedo al “qué dirán”, miedo a quedar en evidencia….) y se penaliza el fracaso (desde la escuela: “si suspendes…te castigo”; “el que no saca buenas notas no será nada de provecho el día de mañana”; “si no apruebas no podrás ir a la Universidad y si no sacas una carrera no tendrás un buen trabajo”). El miedo no impide el error, pero si el aprendizaje. La gente comete errores pero trata de ocultarlos (porque se penaliza el fracaso…y se estigmatiza al fracasado) y de esta forma, negando la evidencia, se impide el aprendizaje.


Y, si no está convencido de todo esto, eche una mirada atrás. A lo largo de nuestra vida, ¿qué abundan más? ¿Los éxitos o los fracasos? Al menos en mi caso, los segundos. ¿No cree que resulta interesante (e inteligente) entonces desarrollar una metodología para aprender de los errores? Al fin y al cabo el error forma parte de nuestra existencia. Errare, humanum est.